jueves, 27 de mayo de 2010

Compañero


Cuando llegué a China para cubrir el encuentro de Mijaíl Gorbachov y Deng Xiaoping, jamás imaginé que encontraría aquello que tanto buscaba. Como todos los que ahí estábamos, esperaba con ansias la posibilidad de realizar notas en la plaza Tian’anmen, donde las protestas se intensificaban y los medios occidentales estaban ávidos de noticias frescas. Era la primera ocasión que podía cubrir, sin tantas restricciones, una protesta política en China. Además, era una gran oportunidad para reimpulsar mi carrera.
Así conocí a Wang Weilin.
“Prometen reformas, pero no dicen cuándo. Nos acusan de capitalistas. ¡Traidores! Títeres del liberalismo burgués. Pues yo me río de sus rostros arrugados y retrógrados. No queremos destruir el sistema ni traicionar a nuestra amada China. ¡Sólo queremos libertad!”. Cuando Wang terminó su discurso, supe de inmediato que estaba frente a un líder nato, un joven atractivo, de gran carisma y magnetismo. Estudiaba sociología en la universidad de Pekin y fue Secretario de la Federación Oficial de Estudiantes, pero sus diferencias con las políticas del Partido lo empujaron hacia la oposición.
Recuerdo verlo bajar del improvisado escenario en medio de flashes, cámaras de televisión, gritos y aplausos de admiración. Era un chico delgado, de ademanes suaves y una mirada oblicua que te atravesaba el alma.
Cuando me acerqué, supe de inmediato que estaba frente a alguien especial, un idealista, un constructor de sueños, un compañero de vida. Me presenté como corresponsal del Washington Post y Wang me invitó a tomar el té. Supongo que vio en mí la posibilidad de acrecentar su liderazgo y obtener apoyo en occidente para sus demandas. Yo, en cambio, vi mucho más allá de sus ilusiones políticas o su hermoso cabello negro.
Algo conocía del origen de la protesta, pero la explicación de Wang fue esclarecedora. Sus demandas eran simples y se arrastraban de 1987, cuando China inició su camino hacia una economía de libre mercado. Las primeras reformas realizadas por el gobierno central beneficiaron a los campesinos rurales, pero la población urbana siguió estancada con los antiguos paradigmas económicos. Los docentes protestaron y pronto los estudiantes se unieron a sus demandas. Libertad de mercado y libertad de expresión eran las consignas, sus banderas de batallas. En un inicio, el Secretario General del Partido, Hu Yaobang, apoyó sus peticiones, pero el Buró Político del Partido decidió su exilio al Tíbet y eliminó de raíz las reivindicaciones exigidas por los estudiantes. Y así se mantuvieron hasta ahora, cuando la muerte del viejo Hu Yaobang resucitó sus demandas y permitió la reunión de miles de jóvenes en la plaza Tian’anmen para celebrar sus funerales.
Han pasado diecinueve días desde el inicio de las exequias y la plaza aún se mantiene llena de universitarios. Siento en mi corazón que debo permanecer acá y acompañar a Wang, pero si lo hago, viviré en la clandestinidad, pues la prensa será expulsada hoy, cuando Gorbachov termine su visita de estado. Debo decidir qué hacer antes de eso.

Wang aseguró que su madre no tiene ningún problema para que aloje en su casa y aunque al principio acepté con timidez, mientras los días pasan, cada vez me siento más cómodo. La señora Weilin habla un perfecto inglés, así que nos comunicamos con fluidez y demostró ser un gran aporte para mi reportaje. Ella me explicó, por ejemplo, desde cuando existe el Buró Político del Comité Central del Partido, quiénes son, cómo funcionan y a qué se debe su gran poder. Me aclara que de los trescientos miembros, nueve son permanentes y ellos son, además de ancianos octogenarios, los hombres más poderosos de China. El poder de estos inocentes abuelos radica en el manejo de oscuros secretos políticos y el férreo control sobre la Comisión Militar Central, es decir, el cerebro que controla todas las cabezas de la hidra gigante que es el Ejército de la República Popular China.
Una semana después, cuando la huelga amenaza con caer en el caos, Wang logra un nuevo e inesperado apoyo: los trabajadores urbanos. Esto es un logro inmenso para Wang y una clara demostración de sus capacidades políticas y de liderazgo. Mientras los universitarios solicitan libertad de mercado y de expresión, los sindicatos piden medidas para frenar la inflación y mejoras salariales. Frente a este escenario, Wang logró descubrir el único punto donde ambos coincidían y supo explotarlo como catalizador para que más de cien mil personas marcharan en orden a través de la plaza Tian’anmen. Aún se me pone la piel de gallina al recordar el dolido discurso donde Wang, con la voz quebrada por la pasión, pide a los trabajadores unirse a los estudiantes y juntos luchar contra la corrupción de los funcionarios del Partido.
Luego de esta gran demostración de unidad, el gobierno accede a reunirse con los huelguistas, pero las conversaciones fueron inútiles. Aunque la disconformidad es general, la protesta está constituida por decenas de facciones y cada una exige diferentes cosas. Así, ni el gobierno ni los huelguistas encuentran una agenda común para trabajar. Aunque Wang adivina el fracaso de las negociaciones, se niega a aceptar su derrota. Por eso insiste en mantener la ocupación de la plaza.
Entonces ocurre lo que Wang y yo temíamos: los noticieros informan que ante la incapacidad del gobierno de poner fin a las protestas, el Buró Político del Comité Central del Partido se ha reunido. Pronto se conocerá su decisión y como siempre, será inapelable.
No es necesario que ningún diario, radio o canal de televisión diga nada, porque las tropas militares están en las calles antes que la noticia se difunda. Miles de soldados con megáfonos se reparten por Pekín e informan a gritos que se declaró la ley marcial. Una vez más, los sueños de libertad mueren con el redoblar de los tambores.
Wang se rehúsa a aceptar lo inevitable, sin importar cuánto supliqué para que dejara todo y huyera conmigo. Incluso ahora, que todo está perdido, conserva el ímpetu y la mirada fija en sus objetivos.
Al verlo ahí, vestido con su pantalón negro y su camisita blanca, parado con los brazos abiertos frente a una columna de tanques, mi corazón se recogió en un sonoro lamento. Recordé sus apasionados discursos, sus sueños de libertad, su lucha por los derechos de los homosexuales, su amplia y acogedora sonrisa, su cuerpo imberbe siempre dispuesto a pelear por sus ideales. Entonces los vehículos blindados avanzan unos centímetros y amenazan con pasarle por encima. Pero él no cede. De la nada aparecen tres soldados y lo sacan a patadas de la calle.

No volví a ver a Wang y su desaparición es el reflejo de la desierta plaza Tian’anmen. Tan muerto él como la plaza y el recuerdo de la protesta. Según fuentes oficiales, durante la entrada de las fuerzas armadas murieron entre doscientas y quinientas personas, según la cruz roja, los muertos llegaban a los dos mil seiscientos. A mí no me importa cuántos fueron, si cientos, miles o millones, pues hoy sólo lloro una muerte. La de mi amado compañero, Wang Weilin.

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