martes, 16 de octubre de 2012

De Mozo


        A ver, vayamos por parte, dijo el descuartizador. Lo primero es decir que en realidad no soy mozo, sino un escritor advenedizo que va por la vida afirmando que es mozo. Y las razones de dicha patraña son las que originan este relato.

Las circunstancias por las que me inicié en el oficio de garzón son dos: la primera, y quizá la más importante, una total ausencia de talento para escribir cualquier porquería, incluso mi nombre. Y la segunda, urgencia vital por el dinero.
            Todo empezó hace varios años, cuando un amigo me ofreció pega de garzón en un bar ubicado en Pío Nono, en pleno Barrio Bellavista. Yo llevaba un año cesante y dormía donde cayera. Esta afirmación es literal, porque en esos días andaba tan borrado que pasaba la noche en cualquier lugar, incluidas plazas, casas abandonadas, paraderos de buses, burdeles y en muchas ocasiones, en una confortable comisaría. Muchos pensaran que pernoctar en una celda hedionda es un total y absoluto desagrado, pero les aseguro que no es así, lo malo no es dormir, sino despertar.
Fue en estas circunstancias de mi vida cuando me ofrecieron el trabajo de mozo y después de pensar los pros y contras, decidí aceptarlo.
Me dijeron que entraba a las cuatro en punto, que no me atreviera a llegar tarde, y cinco minutos antes ya estaba en la puerta del local esperando que abrieran. Era el primer día de mi vida como mozo y el lugar donde me tocó el estreno en sociedad era todo un caso. Se llamaba La Cueva, o mejor dicho, se llama, porque aún existe ese antro de perdición. Como ya dije, está ubicado en Bellavista, el principal centro de "bohemia" santiaguino. Para aquellos que no conozcan la zona, solo diré que está ubicado en la mitad de la ciudad, por lo que tarde o temprano, todo capitalino tiene que pasar por ahí.
            En ese contexto, podrán imaginar que no es un lugar de elite, sino una tierra de nadie o mejor dicho, de todos. Un sitio donde locos, borrachos, putas, drogadictos, carabineros, cuicos, intelectuales, religiosos, ejecutivos, hambrientos, ladrones y cualquier otra categoría humana existente, se da cita para disfrutar de la compañía de sus pares y por supuesto, de una alta dosis de cerveza. Y ahí figuraba yo, dispuesto a ganarme el pan de cada día.
            El primero en llegar fue el jefe, seguido de dos compañeros, Mario y Fernando. Ellos me explicaron en una breve y clara síntesis lo que debía hacer: el aseo al entrar y al salir, ayudar a mis compañeros en lo que pudiera y atender de la mejor forma a los clientes. Brindar un buen servicio no era una política del establecimiento, sino más bien un consejo, pues una parte importante del sueldo proviene de las propinas.
            Las normas me parecieron razonables, por lo que puse manos a la obra. Lo primero que hice fue barrer la terraza y la vereda, que correspondían a la plaza 2 y 1 respectivamente. Las plazas 3 y 4 estaban dentro del local y eran las mejores en cuanto a propinas se refiere. Por supuesto, a mí me toco la vereda o plaza 1, que es la más complicada, tanto por la cantidad de borrachos que atiendes como por la escasez de propina. 
            Cuando terminé de limpiar y ordenar mi plaza, tuve que seguir con la de mis compañeros. Entonces llegaron mis primeros clientes. Dos tipos de aspecto raro, acentuado más por la hora en que empezaban a beber. No tardé en darme cuenta que era una tomadura de pelo y los que suponía mis primeros parroquianos en realidad eran el barman y el maestro de cocina, mejor conocido como "cabeza con llapa". La razón del sobrenombre saltaba a la vista: un gran forúnculo rojo en medio de su frente. Muchos supondrán que unicornio resultaría un apodo más apropiado, pero el cocinero solo respondía a “cabeza con llapa” y por más que lo intenté, nunca me dirigió la palabra cuando lo llamé de otra forma, incluso por su nombre. Luego de las presentaciones de rigor, llegó el Lucho, el cuarto y último mozo, y con él se cerró la distribución de plazas.

            A las cinco y media empezaron a llegar los proveedores. Cerveza, carne, servilletas, velas, etcétera. Todo lo necesario para un año, según mis cálculos, pero el jefe me aclaró que el pedido era solo para el fin de semana y antes de abrir, hay que ordenarlo.
Ese fue el inicio de una calurosa odisea… Pon primero las cervezas, después las bebidas, pon las escobas arriba, sí, esas cajas adelante, no, las otras, no puedo cerrar la puerta, no cabe todo. Entonces saca las cervezas y pon primero las bebidas… Al final, esa fue una batalla de la que salí victorioso pero no intacto. Quedé sudado y hediondo como si no me hubiera bañado en una semana, cuando en realidad apenas habían pasado tres días. Imaginen el cuadro, treinta grados de calor y tres giles metidos dentro de un baño apestoso, y como única ventilación, un extractor tan chico que no orearía la casa de un ratón. Pero el baño es solo el principio, porque la bodega está después de la hediondez, atrás de la puerta del fondo, en un closet carente de toda ventilación, aparte de la entrada. Un horno era una bolsa de hielo al lado de ese lugar.
            Para las siete de la tarde ya estaba todo en orden y listo para entrar en funcionamiento. Todo menos yo, claro está. Quería renunciar y apenas habían pasado tres horas, pero la necesidad puede más y cuando me dijeron que a las nueve nos daban de comer, decidí quedarme por lo menos una noche.
No está de más comentarles que una de mis grandes pasiones es comer, lo hago cada vez que puedo, después de almuerzo y antes de éste. Siete u ocho comidas al día, y nunca es suficiente. Mis otras aficiones son escribir, las drogas y el sexo. No cuento el trago, porque beber es un deber. Un must de la vida.

            Mis primeros clientes resultaron ser cuatro tipos con pinta de hippie a la moda, de esos con el pelo despeinado y la ropa raída, pero que en realidad pasaron una hora en el espejo tratando de lograr ese look descuidado. Y para completar la descripción, diré que miraban todo con expresión de asco.
-          ¿Qué van a querer?
-          Cuatro mujeres. - Risas van, risas vienen.
-          No, no. En serio. A ver chico, ¿cuánto valen las cervezas?
-          Luca – contesto serio, mientras calculo que por lo menos debo ser cinco años mayor que él.
-          ¿Luca? No, no la conozco - más risas.
-          Mil pesos, señor.
-          Tráeme cuatro y bien heladas. Rapidito.

Cuando llegó la hora de comer, tenía todas las mesas ocupadas y un hambre que me hacía sonar las tripas, por lo que un relevo me hubiera venido de perilla, pero ahí estábamos todos, llenos de clientes y sin tiempo para nada. Así que me hice un espacio de tres minutos para tragar una pizza helada y volver al laburo. Pero en ese lugar, ciento ochenta segundos es demasiado, y sorpresa gran sorpresa, los de la mesa cinco se esfumaron con seis mil pesos en cerveza. Ahí me enteré que los perros muertos los paga el garzón, por lo que ya tenía un déficit de seis lucas y la noche apenas comenzaba.
            Cuatro schop, tres cervezas, una bebida, ¿qué bebida?, espera, ya te averiguo, la cerveza no está helada, bueno, se la cambio. Las horas pasaban y mi pesadilla parecía no tener fin, hasta que por fin llegó una mesa agradable. Cuatro gringas que concentraron toda mi atención y la de la mitad de los hombres que estaba alrededor.
-          ¿Qué se van a servir?
-          Cuatro schop.
            No alcanzaron a pasar treinta segundos cuando las cervezas estaban en la mesa. Después de todo, no tenía nada mejor que hacer que atenderlas como princesas. Quién sabe, quizá me dejaban una propina en dólares. Qué cosa, que una de ellas está de cumpleaños y quieren que les cante, ok, feliz cumpleaños a ti, feliz cumpleaños gringuita rica... y todo lo demás. Risas de sobra coquetonas y ahí estaba yo, desesperado por liar con cualquiera de ellas. Hubiera dado mi brazo izquierdo (igual no lo ocupo mucho) por sentarme en esa mesa, pero no podía, tenía que trabajar. Cinco cervezas más, un barros luco, no, no hay completos, fósforos, por supuesto, el baño está al fondo a la derecha, tres schop más. Todo normal, pero al darme vuelta, la ruina de la noche estaba frente a mis narices. Cuatro galanes baratos sentados con las gringas y pidiendo cerveza. Está bien, cuatro schop más y mis sueños eróticos se deslizaban por el desagüe del baño. Pero por lo menos no tenía la guata vacía.
            Apenas estaba poniendo en orden mis ideas, y los pedidos, cuando se armó una pelea en medio de la terraza. Combos van y combos vienen, botellas rotas, mesas al suelo, un ojo morado y otra mesa que se fue sin pagar. Nueve lucas menos de un solo puñetazo y ya van quince mil pesos, y para más remate, las gringas lo pasaban chancho con sus recién adquiridos galanes.
Con la mierda hasta el cogote, ése era el resumen de lo que sentía y aún no eran las dos de la mañana.
En eso aparecieron tres viejas calentonas que seguramente buscaban algún polvo joven para pasar tranquilas la jubilación. Sí, de inmediato las atiendo, les contesté. Cero ganas de hacerlo, sobretodo por la vieja de pelo negro y ropa exageradamente ajustada. Me miraba como un leopardo observa a una gacela después de una semana sin carne. Y se notaba que ella no comía hace bastante tiempo.
-          Buen mozo - el mejor sarcasmo que había escuchado en la noche - por favor, tráigame cuatro margaritas.
            Estuve a punto de decirle que no había y que se fueran a la cresta, pero era la primera vez que alguien me decía “por favor”, y eso me conmovió hasta las lágrimas.
-          De inmediato.
            Si hubiera sabido que los margaritas eran unos tragos que se servían en una copa ancha y hasta el borde, ni por todos los por favor del mundo se los llevo, pero lo hice. Como es obvio, llegó la mitad del trago a la mesa y la otra mitad en la bandeja, aunque ellas ni lo notaron, estaban demasiado concentradas en contarme chistes y meterme conversa. Acepté el parloteo de buena gana, después de todo, eran los primeros clientes que me hablaban con deferencia, como si fuera una persona y no un robot que solo obedece órdenes. Sí, soy nuevo acá, me llamo Carlos, no, tengo mucho más, 32 años, vivo solo, sí, por supuesto... En fin, todas las estupideces que siempre pregunto para conocer a una mina, pero con los papeles invertidos.
            Así transcurrió cerca de una hora y cuando creía que ya nada me podía sorprender, una redada en el local de al lado me hizo cambiar de opinión. El resultado fue un kilo de coca y una paliza que te la encargo al mozo vecino. Detenido y con esposas se lo llevaban, cuando de pronto, como por encanto, todos eran amigos míos y me preguntaban qué había sucedido. Nada, solo coca, les decía y seguía en lo mío sin poder creerlo. Pensar que un gil tenía un kilo de jales al lado de mi nariz y yo ni siquiera me había enterado.
            Pero la noche me deparaba una última sorpresa. Una alcohólica ninfómana me juraba de guata que a cambio de un schop me lo chuparía como nunca me lo habían hecho. Y como me picó la curiosidad y ya debía quince mil pesos en perro muerto, una luca más no se notaría. Cuando volví con el schop, la loca ya estaba de rodillas abajo de la mesa de dos tipos, y con la boca ocupada. Así es que me senté con ellos y fueron tres mamadas por el precio de una cerveza. Lo único que me deprimió fue tener que pagar yo por todos. Al menos, eso pensaba en el momento exacto que acabé.
Sin el menor disimulo ni pudor, me subí los pantalones, me levante y seguí laborando, aunque para esa hora ya quedaba poca gente y la mayoría de los asistentes estaban tan ebrios que ni siquiera notaron el espectáculo. Piensen que las mesas no tienen manteles, por lo que ver de rodillas a una mina entre tres huevones con los pantalones abajo debía ser todo un show, pero a esas alturas ya había superado la barrera del pudor.
            Por fin la noche expiraba y solo restaba irse a dormir, aunque no sabía dónde, pero con la plata que sacara podría pagar un albergue. Los pies me dolían como si hubiera estado parado toda mi vida y soñaba con una cama, cualquier cama, hasta el banco de una plaza me bastaba, pero nada había terminado, faltaba hacer el aseo y al pajarito nuevo le tocan los baños. Una asquerosidad del porte de un edificio. Estaba todo cagado, meado y vomitado, e incluso había misterios irresolubles planteados en ese lugar. Por ejemplo, no podía entender cómo un gil consiguió cagar en el lavamanos. Pero daba lo mismo como estuvieran lo baños, yo tenía que hacer el aseo.

            Seis y media de la mañana y por fin la gratificante recompensa, trece mil de sueldo y tres lucas de propina. Todo hacía un gran total de dieciséis mil pesos. Hasta ahí todo era un sueño, pues, sumando y restando, entre viernes y sábado, juntaría como treinta lucas, dinero más que suficiente para sobrevivir otra semana. Pero había olvidado los perros muertos y debía quince lucas más la cerveza de la mamada. Y mil pesos que pedí para cigarrillos. Total, quedé debiendo luca y ni siquiera me quedó para el albergue.
            Cuando nos íbamos o mejor dicho, me iba, porque los demás se fueron a desayunar, adivinen quienes aparecieron: las viejas. Y luego de los saludos y preguntas de rigor, me invitaron a tomar unos tragos. Acepté de inmediato, total, ya no tenía nada que perder. Cincuenta lucas me pagó la de pelo negro y me invitó el almuerzo, lo que me pareció un bonito gesto de su parte.
Entonces decidí que el trabajo de garzón tiene muchas aristas y dificultades, que el horario es complicado, duermes poco y te expones a redadas, perros muertos y peleas, además es agotador, estás toda la noche de pie, tienes que limpiar la mierda de otro y el sueldo no es de lo mejor. En cambio, de puto gano más plata y laburo menos… y cuando me preguntan en qué trabajo, siempre respondo lo mismo: de mozo.

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